Los inmigrantes y los empresarios
tuve la oportunidad de visitar un albe
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Ignacio Arteaga
La semana pasada tuve la oportunidad de visitar un albergue de inmigrantes en Estación Central. Eran todos hombres, padres de familia que venían de Haití, Cuba y Venezuela, de esos que cuando no tienen preparación ni estudios les llamamos inmigrantes, y no extranjeros. Hombres muy sencillos, ninguno de ellos profesionales. Algunos han hecho un esfuerzo enorme para pagar US$ 3 mil o más por venir, traídos por mercaderes de personas, que les han vendido un falso sueño de prosperidad, aprovechándose de su desesperación.
La responsabilidad de nosotros los emprendedores, ejecutivos y empresarios para con Chile no la discute nadie, pero hay que levantar la voz fuerte y claro para decir que la suerte de Chile también se juega en la acogida y trato que nosotros le demos a los inmigrantes; en esto los empresarios somos clave.
Primero, tenemos que asumir que los inmigrantes no son un “problema”, son personas. Algunos pronto serán chilenos y sus hijos también. Estamos improvisando, actuando sobre la marcha, en cómo acogerlos e incluirlos. Los esfuerzos más visibles los hace la Iglesia Católica y la sociedad civil, pero ellos actúan en la primera etapa, a través de programas de asistencia y ayuda, como el albergue que visité, programas que, por definición, no son suficientes ni pueden ser permanentes. Son las empresas a través del trabajo y la formalización las que más pueden hacer por los inmigrantes.
La imagen que tengan del empresario chileno quedará marcada por su primer empleador. No se puede generalizar, pero hay casos en que, por el solo hecho de ser inmigrantes, se aprovechan de su desesperación y les engañan, les pagan menos o no les cumplen con sus leyes sociales. Algo tan común como estimar el costo de la vida, para ellos es una seria dificultad, que genera asimetrías de información en la formación del consentimiento que da inicio a la relación laboral. A menudo esta asimetría, sumada a su urgencia por encontrar un trabajo, hace que bajen significativamente sus pretensiones. ¡Y hay casos de empleadores chilenos que se han aprovechado de eso! Aun cuando sean casos excepcionales, ¡situaciones como esa no tienen excusas! Me cuesta encontrar otra situación en la que la recta conciencia empresarial sea tan necesaria.
Para muchos inmigrantes, la informalidad laboral es su hábitat, los vemos todos los días en la calle. Se han convertido en hábiles comerciantes callejeros y ambulantes por necesidad. Entiendo perfectamente a los pequeños locatarios comerciales que los tratan de delincuentes y de competencia desleal, pues ellos hacen grandes esfuerzos para pagar patentes municipales, impuestos y mantener sus tiendas y almacenes. Hay fricciones y recurren a carabineros y alcaldes para que les prohíban ejercer el comercio informal. Los entiendo desde el punto de vista de las normas que nos hemos dado para convivir. Pero también empatizo con esos inmigrantes, porque no son delincuentes; la informalidad no es delincuencia. De hecho, si los excluimos y no les damos vías a su integración, somos nosotros los que estamos incubando la violencia. Y en eso se juega parte de la suerte de Chile.
Tratar a los inmigrantes con dignidad y justicia, contratándolos formalmente, dándoles buenos trabajos es el mínimo exigible; tenemos que hacer más por ellos, mucho más. Ayudarles a instalarse en la ciudad, a trasladarse, a acceder a servicios públicos y privados, esparcimiento, redes de apoyo para sus hijos y familia, enseñarles el idioma y nuestros modismos, hacerlos parte activa del Alma de Chile. Las empresas pueden hacerlo ¡Debemos hacerlo!
Visto de esta manera, los inmigrantes no son un problema… el problema podrían ser esos empleadores, minoritarios pero que aún existen, que no han querido entender que, en esta importante materia, como en muchas otras, toda la diferencia se juega en la recta conciencia y en estar a la altura de nuestra noble vocación empresarial.
Los inmigrantes y los empresarios
 El problema podrían